Las revoluciones son como la comida rápida: en cuanto se enfria, huele mal, y no hay quien se la trage... con esa reflexión tan profunda, digna de un guionista de late night televisivo, arranca mi primo Gerardito la última entrada en su exitoso blog.
Por un instante me planteo contraatacar con mi blog, y pelear por lo que nunca ha sido mio, el favor del circulo familiar, pero por suerte ese arrebato de lucha se me pasa rápidamente. Al fin y al cabo, siempre me ha gustado remar contra corriente, y escribir sobre el 15-M lo encuentro igual de fascinante que hacerlo sobre las tácticas de apareamiento de la lagartija ibicenca. Además, mi incapacidad para los números (casi igual de desarrollada que mi incapacidad para entender los sentimientos humanos) me impide retener más de tres cifras en memoria, y mi buffer ya se encuentra al límite con el 23-F, el 11-S y el 11-M.
Decido pues seguir el rumbo marcado, que no es otro que comprobar cuantos post sobre el hiperespacio son necesarios para terminar de borrar cualquier rastro de vida humana en este blog (me temo que la vida inteligente nos abandonó hace ya un tiempo).
El hiperespacio nos iguala a todos. Antes era necesario morirse para vivir tan democrático acontecimiento pero ahora, gracias al progreso, tan singular hecho se produce una vez por semana (o cada quince dias, dependiendo del número de armarios debajo de la encimera). Pijos de toda la vida, jubilados, pijos de nuevo cuño, indignados, góticos, emigrantes, funcionarios, modernos, argentinos y parados compiten en igualdad de condiciones por los últimos litros de aceite en oferta, o hacen cola para comprar una baguette de manera tan ordenada y respetuosa como esperarían su turno para subirse en la barca de Caronte. ¿Quién sino los fundadores de la Liberté, Egualité y Fraternité, podian haber sido los impulsores de semejante parque temático dedicado a la democracia?
Sin embargo, he de reconocer que no fue la necesidad de democracia real lo que me empujó cada semana al hiperespacio, sino la necesidad de comida real. Nunca olvidaré el día que el hiperespacio aterrizó en mi barrio, hace ya mucho tiempo.
Fue el día que los descubrimientos: mi madre descubrió que existían patatas fritas y croquetas congeladas, mi hermana descubrió que existían mallas y pintauñas a juego en más colores de los que nunca imaginaron en Tintalux, y mi estomago descubrió que, gracias a los congelados, si cerrabas los ojos no había manera de distinguir cuando comías patatas, croquetas... o un trozo de servilleta de papel que por error habías trinchado con el tenedor por hacer experimentos con los ojos cerrados. En realidad lo que habría constituido un descubrimiento extraordinario es encontrar un parque temático con buena comida, pero el hiperespacio no iba a ser una excepción a la regla.
Esa misma noche saqué dos importantes conclusiones. La primera, que si quería salvar mi entonces incipiente barriga, tenía que impedir por todos los medios que las croquetas y las patatas fritas caseras fuesen desterradas de esta casa. La segunda, que si no quedaba otro remedio que alimentarme de servilletas de papel, debía de evitar las de color azul si no quería sentirme cual pitufo cada vez que hiciese aguas mayores.
Y así y allí empezó la guerra a los congelados. En cuanto pude me ofrecí generosamente para realizar la compra semanal. Cualquier estudioso del arte de la guerra (o en su defecto, un fiel lector de las guerras clon) sabe que una de las máximas comunes a todo conflicto bélico es que quien controle la cadena de abastecimiento, gana la guerra. Y así ha sido. Al principio mi madre preguntaba por ellas, y yo me veía obligado a utilizar excusas variopintas, pero tras un tiempo, cayeron en el olvido. Ahora las patatas y croquetas congeladas y yo nos respetamos mutuamente. Ellas no entran en mi boca, y yo no me cago en ellas.
Lo cual me trae de nuevo a la memoria como termina mi primo Gerardito su última reflexión: las revoluciones son como con los restaurantes chinos. Solo recordamos aquellos que hicieron cagarnos patas abajo.
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